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¡Rebasado el 33%!
29 Abril 2017
Lo prometido es deuda: aquí va la continuación del capítulo 1.
¡Vamos que no falta nada para el 50%!
Mara se levantó y le hizo un gesto para que la guiara. La sonrisa que lucía Monker se torció hacia la izquierda, a todas luces divertida por el ademán de la joven. Salieron de la taberna, la anciana cojeando de una manera un tanto llamativa mientras encabezaba la marcha. La claridad de los focos instalados en el techo de la cúpula disminuía para indicar a la colonia la cercanía del ciclo nocturno. ¡Agh! Huele como una puta pila de perros muertos tostándose al sol. La atmósfera estaba tan saturada de partículas de cristal negro y hollín que todo color quedaba irremediablemente convertido en otro tono más de gris. Vestida como cualquier minero de cristal, su peto sucio y su capa sucia no eran más que dos tonos indistintos que añadir al cuadro a la mediocridad llamado Garre-2. Una sirena se escuchaba a lo lejos, distorsionado su sonido por el efecto Doppler, sobresaliendo del tono oscuro de las calles por unas decenas de decibelios antes de perderse en el mar de fondo.
—¡Ja! ¿Oyes eso, pequeña? Nuestras flamantes Fuerzas de Seguridad yendo a toda velocidad a arrestar a algunos camorristas excesivamente bebidos.
O a asustar a algún jodido novato en el asteroide con una noche en el cuartelillo, puto vejestorio, o a pegarle unos tiros a algún pringado que haya tenido la mala suerte de caerle mal al jefe de las FS. La vida en esta piedra es una mierda, Maratía. Cuanto antes salgas de aquí, mejor.
—Y de todas maneras no vivimos tan mal, no... Los trabajadores son explotados hasta que la Compañía Federal no deja ni el tuétano de los huesos, je —pero qué jodida hija de la gran puta que eres, vieja, ahí, disfrutando de la miseria de los demás—. Aunque no te creas que toda la diversión es para las clases no especializadas, no. Los agentes de seguridad destinados en este asteroide son las heces que nadie quiere en la Armada, el Ejército y hasta en las FS de otros sistemas. ¿Sabes por qué somos el sobaco de la Confederación, niña?
Sin detener la marcha, se volvió a medias para lanzarle la pregunta a Mara. Ésta sólo ponía cara de interés y asentía a las palabras de la anciana como si estuviera bebiendo las enseñanzas de la más sabia de las fuentes. Sí, jodida vieja. Y muy bien. Esta mierda de roca orbitando alrededor de un sol indigno e incapaz de mantener planetas habitables es el puto sobaco de la Confederación porque tenéis suerte, hijos de puta. Hay peores partes del cuerpo humano a las que parecerse, joder, aunque no todas huelan tan mal. Aunque notaba la cartuchera bien sujeta al muslo, se llevó la mano al interior de la capa para comprobar que seguía allí. La canana con el par de disipadores térmicos y hasta el bloque extra de munición también estaban en su sitio. Mejor asegurarse otra vez, ¿eh, tía?
—Y los jefecillos mandados por la Compañía, los que manejan aquí el cotarro durante un año estándar simplemente se llenan los bolsillos a expensas de los de abajo mientras tratan de engañar a los de arriba —seguía diciendo Monker, cínica profesional, evitando pisar un charco oleoso con una serie de traspiés bien calculados—. Y siempre están los mendigos y los drogatas pululando como ratas por los callejones más sucios. ¡Y en esta colonia todos los callejones son sucios! —exclamó, soltando a continuación una carcajada.
Como ocurría unas dos o tres veces cada ciclo, la humedad ambiental decidió en aquel instante condensarse alrededor de las partículas que saturaban el aire. Bajo esa llovizna de suciedad y el rumor de la supervivencia mal llevada, Mara y la minera se introdujeron en el laberinto de callejuelas. En los suelos y paredes había todo un tapiz confeccionado por nauseabundos retales que ni siquiera se podían llamar basura. Los restos mohosos que debían esquivar a veces lo mismo podían ser el contenido de un cubo de residuos urbanos como pertenecer a algún infortunado trabajador pudriéndose en una esquina. Y no eran dos posibilidades excluyentes, a juzgar por cómo olían. Dos musculosos mineros se acercaban con aire hostil hacia ellos hasta que reconocieron a la vieja y, saludándola con mucha deferencia, se apartaron y siguieron su camino. Son los créditos, tía. Los créditos son más seguros que un desintegrador, así que puedes soltar la culata del arma, joder. Piensa en los malditos créditos que te gastarás en el spa más lujoso de la puta galaxia y el paseo se te hará soportable.
—¡A veintidós años luz de mi querido Ceres, niña! —había auténtica melancolía tiñendo su voz. Ojalá tú también pudieras decir que habías estado tan cerca de la Vieja Tierra, tía—. Bueno, pues llevábamos poco más de dos semanas en ese puto guijarro alejado de la mano de Theos —Monker había vuelto a su tema estrella—, manteniendo una posición ni necesaria ni agradable para que cuatro ricos jodidos optimates de Marte obtuvieran su iridio de Ajeckack. ¡Pfff!
Dejaron atrás el complejo minero y las calles “respetables”. El mero peso del arma en la cartuchera, bien sujeta al cinto y al muslo, la tranquilizaba. Miró al cielo artificial. En ningún momento pudieron escapar de las holopantallas gigantes colocadas en todo lugar elevado y que bombardeaban la colonia con anuncios comerciales y mensajes alentadores del gobierno. Al llegar al distrito de viviendas les saludaron hilera tras hilera de edificios auto-construibles.
—¿Tú te crees que tiene sentido mantener a ciento veinte tíos en una mierda de roca para asegurar el cargamento de iridio? ¿Acaso no hay iridio de sobra más cerca del Sistema Solar? —y rió con una risa más parecida a una tos que a una carcajada—. Yo te diré la respuesta: intereses e influencias. Los jodidos optimates de la Compañía Federal manejan el Senado de la Confederación como les viene en gana.
Cualquier misionero del puto Dogma Capitólico salivaría de anticipación al ver... coño, esto. Si no fuera porque las causas perdidas no generan suficientes beneficios a los cenobiarcas... Una colonia habitada por meros drones humanos que se veían relegados a un trabajo para el que ni siquiera se destinaban drones de verdad. Pon tres mil personas, tía. Theos. Tres mil jodidas almas sin alma. Joder.
—La política es una mierda —dijo la parte de Mara que seguía atenta al monólogo de Monker mientras el resto deambulaba por los alrededores de la consciencia.
Los siguientes cinco minutos continuaron con un escaparate de variedades sobre las aventuras de la minera en los Cuerpos de Infantería de la Armada Federal, aderezados con las opiniones, muy gráficas algunas de ellas, que tenía de los optimates de la Compañía Federal, sus madres, padres, hijos, hijas y mascotas, y del lugar de su anatomía por el que podían meterse sus diferentes extremidades de una manera desagradablemente interracial. Déjale que se desahogue, que cuente lo que le salga del culo. Ya no te impresionas con facilidad, ¿eh, Mara? Que siga a su rollo mientras coges la mercancía. Y los créditos, sigue pensando en los créditos, tía.
—Pero, ¿qué pasó, vieja?
—¡Ah, sí! Estábamos de patrulla por el espacio intersistémico, vigilando la Puta Nada “por si acaso” algún listo decidía no utilizar las Puertas de Salto e intentaba colarse sin permiso —su rostro se mantenía al frente, los ojos desenfocados y perdidos en recuerdos mientras sus piernas, que sabían adónde se dirigían, continuaban el traqueteo hacia su destino—. Dos fragatas de clase Almádena, con treinta y cuatro soldados como yo dentro, más la tripulación. Naves nuevecitas, hasta se notaba el olor de recién salido de fábrica. ¡Con decirte que podía afeitarme el coño mirándome en el casco del cacharro aquél!
No tienes más que soportar su cháchara, seguirla, ver si la mercancía es buena, que lo será, como siempre, volver al hangar, transferir el dinero y esperar cómodamente algunas horas para recibir el contenedor repletito de cristal negro. Oh, sí, y piensa en ese magnífico spa en Aquaria... Mara se permitió una sonrisa mientras seguía a Monker por entre las manzanas de edificios. A pesar de todas sus extrañezas y su asqueroso aspecto, la anciana era de fiar. Su sonrisa se ensanchó al volver a pensar en la jubilación anticipada.
—Pues de repente recibimos un hiper-relé desde la central en Eta Cassiopeia. Tres transportes cargados hasta los topes estaban siendo atacados por piratas del Cúmulo, y la maldita escolta que acompañaba a los supertransportes de la Compañía necesitaba refuerzos —bufó con desdén, carraspeó y limpió su garganta con un gargajo directo a una pila de basura—. Como siempre, he de decir. No sé cómo será ahora, niña, pero ¿de verdad se creen que cinco minúsculos patrulleros del año de la Expansión y necesitados de un remachado completo constituyen una escolta? ¡Pff! Bueno, pues para allá que fuimos las dos fragatas.
Una persona normal podía dilapidar su vida trabajando como un esclavo, conseguir reunir suficientes créditos para permitirle malvivir y, si los impuestos y las reestructuraciones laborales le dejaban, pasar sus últimas décadas dependiendo del sudor de sus descendientes. Ellos ya habrían empezado a recorrer el mismo sendero. Vivir en la Confederación era difícil. Y más si te dedicas a robarle en la puta jeta a la Compañía, hostias. Jodidos plutócratas. Putas leyes por y para los optimates.
—Te juro que no hay nada peor que un salto en situación de alerta-5. Je, dos años luz en menos de veinte minutos. Eso es velocidad, niña—aseguró con vehemencia—. El tema es que después de tener la nave en gravedad mínima durante el salto, o sea, nada más revertir al espacio real, nos acercamos al convoy mediante un tirabuzón en aceleración máxima. Nos habían entrenado para eso y casi vomité dentro del maldito casco —eso, venga. Ni te lo imaginas, ¿ehtía?—. Ni dos segundos después ya sentíamos los impactos de los haces de partículas del jodido puto acorazado pirata, ¡todo un clase Barracuda!, atravesando nuestros campos de deflexión y granizando sobre el casco de la nave...
Mara no pudo sino dejarse llevar por la narración. Una batalla en el vacío. Las únicas luces: las erupciones de plasma de las astronaves desgarradas. ¡Cuidaotía! A punto estuvo de meter la bota —carísimasbotasdepieljoder— en un charco de ignota naturaleza... y de no muy claro estado físico. Arrugó la nariz ante la vaharada de hedor que salpicó su pisada. Sacudió el pie. Putoascocoño. Tuvo que correr para alcanzar a la patizamba anciana. Monker no había dejado de hablar.
—... así que por fin empezamos a entrar dentro del acorazado pirata de uno en uno, preparados para enfrentarnos a lo que hubiera esperándonos dentro. Nada de nada. Un almacén con algunos contenedores estancos claveteados al suelo —entusiasmo teñido de melancolía. Rescoldos de ardor juvenil en una hoguera con más cenizas que combustible—. En un plisplás, Newman taponó el agujero con un escudo de tensiplast, evitando así que tuviéramos que abrirnos paso hasta el puente de mando en el vacío cada vez que entráramos en un corredor. Farah, una recluta que todavía lucía ampollas en el culo de lo nueva que tenía la armadura, creo que la chica era de Aurora... ¿o era de Theah...? —se detuvo un momento y se rascó la cabeza. Caspa, polvo y suciedad varia nevaron tras el gesto. Al instante se encogió de hombros y reanudó la marcha—. Es igual, el caso es que la novata se acercó a la puerta con un pegote de explosivo plástico. Nunca llegó —a pesar de sólo verle la espalda, Mara supo que una sonrisa de añoranza cruzaba el rostro de la anciana—. La puerta reventó hacia dentro, hacia nosotros, con una fuerza de la rehostia, llevándose la mitad superior de Farah con ella. A un grito del sargento nos hicimos a los lados, pero yo tardé un poco más de lo debido… Precisamente aquél día tuve mala suerte.
—¿Por?
—Porque los putos soldados de marina del acorazado nos esperaban con una Sons-43 a unos tres metros de la puerta, ja —contestó con una risa amarga—. ¡Imagínate! Lo mejor en armamento medio que la Compañía producía, una preciosidad con trípode autoextensible y refrigeración por disipación carbónica, la primera hornada salida de fábrica menos de medio año antes... ¡y los jodidos piratas del Cúmulo ya la tenían! —aquí su humor descendió varios grados bajo cero—. Vete a saber a quién se lo habían robado o...
O quién lo había comprado para ellos, sí, vieja, lo sé. La balanza del poder en el Senado se mantiene tan fija como una jodida vaca sobre una pelota de playa encima de una película de aceite. Los ojos de Mara fueron inconscientemente hacia la pierna izquierda de Monker. La que le hacía cojear tan ridículamente. La que había hecho que deseara que la vieja no se bajara los pantalones aquella vez en la taberna para mostrarle lo que ella ya sabía que había bajo la tela: una extremidad de metal gris azulado que se extendía desde una cadera protésica hasta la zarrapastrosa bota. Sabía que estaba construida a imitación de la musculatura de una pierna normal, que era más mate que brillante y que estaba surcada por numerosas estrías y rozaduras. Que justo donde tendría que estar el cuádriceps la superficie se doblaba hacia dentro, resultado seguro de un golpe. Incluso la articulación de la rodilla, que debía de ser una perfecta obra de ingeniería cibernética, estaba descentrada. Eso creaba una serie de desconcertantes crujidos cada vez que se doblaba y le provocaba a la minera el característico balanceo cuando caminaba. Los cuidados médicos de la Armada Federal eran famosos por arreglar lo imposible, incluso las horribles heridas provocadas por un desintegrador de repetición Sons-43. Por supuesto, a la Compañía le salía barata tanta dedicación a la salud de los soldados, ya que había invertido muchos créditos y mucho tiempo en entrenarlos para todo tipo de situaciones. “Tú vales”, decía el lema oficial de la Compañía Federal. Y cada uno de ellos valía como un regimiento entero. Lo que sigue siendo un puto misterio es cómo coño mea. Porque no tiene de eso, ja. La prótesis cubre por completo toda la entrepierna. Oye, pero mira tía si son cojonudos los médicos del Mundo de Barnard, hostia, sí.
—¡Bueno, bueno, niña! —exclamó entonces Monker, cortando los pensamientos medio asqueados y medio fascinados de la joven—. Ya hemos llegado, je.
Se detuvieron frente a un almacén con pinta de estar abandonado y situado en medio de los bloques de viviendas. Son todos iguales, como huevos sucios en una puta huevera rodeada de más hueveras. Y que huelen a mierda de pollo. Menos mal que los focos del techo no los alumbran bien, joder, porque vaya puto espectáculo. La anciana Monker manipuló un lector de retinas más viejo aún que ella y la puerta corredera —metal abollado y con lagunas de óxido— se abrió.
—Claro que aquella vez me salvé por los pelos —continuaba la minera—. Quien no tuvo tanta suerte fue el enlace sindical, un jovencito con el uniforme de los Interrogadores. El chaval sí que me ponía los pelos como escarpias, te lo juro. Tenía esa piel blanca y tensa de los descendientes del Primer Viaje a Vega. Y unos ojos casi rojos, ¿te lo puedes imaginar, niña? Joder, es que cada vez que me miraban esas pequeñas lucernas se me aflojaba el culo, te lo juro —renegó Monker.
El único fluorescente que funcionaba se encendió. Pronto también moriría; la luz titilante emitía un zumbido como de mosca impertinente. Llamar a esto “hogar” es una jodida broma, coño, que la calle huele mejor. Si alguna vez te ves viviendo en un antro así, hazte un favor y vuélatelacabezatía.
—Uno-dos-tres. Uno-dos-tres. Uno-dos-tres —empezó a decir con voz monocorde—. Así todos los días cuando Jansen... ¿o era Hansen? ¡Mierda, ya no me acuerdo de su nombre! Bueno, da igual, el caso es que concentraba mi mente en el uno-dos-tres cuando el jodido hurgamentes andaba cerca. ¡Si quería meterse en mi cabeza, no se lo iba a poner fácil, no señor!
Sólo un cuarto del volumen disponible estaba más o menos habilitado para vivir. Monker y Mara se deslizaron a través del poco espacio del cubículo no ocupado por algo. El balanceo al andar le permitió a la vieja esquivar una mesa plegable junto a dos destartaladas sillas. Sobre ellas descansaban años de coleccionar revistas impresas en plastipapel de muy diversa temática: militares, de vehículos, de actualidad y hasta —¿para qué cojones le sirven?— pornográficas. Completaban el mobiliario de última generación un colchón sucio colgado de una pared y una unidad procesadora de alimentos que a todas luces hacía años que no funcionaba. ¡Cuidado con la palangana! Joderquéascojoder. Repartidos con generosidad por encima de todas las superficies y amontonados en cada rincón se podían ver harapos, botellas rotas, restos de paquetes de comida racionada —con el sello de la Armada Federal descolorido— y trastos que en algún momento del pasado pudieron ser tecnológicos.
Eso en una mitad de la vivienda. La otra, separada por un biombo de aluminio, servía de almacén o vertedero de gran variedad de artículos. Restos de maquinaria inútil, componentes electrónicos saqueados de cualquier parte, cajones de plástico repletos de todo tipo de adminículos de ignota naturaleza y procedencia...
Y por fin, apilados contra una de las paredes algo combadas, no menos de una docena de arcones metálicos de alta seguridad con el rimbombante logotipo de la Compañía Federal, la Nova Blanca. Nuevecitos, limpios y cromados.
La minera, apartando de una patada los restos de un androide destripado, se dirigió directamente hacia allí. Con una desagradable risita y una mirada de soslayo a Mara, abrió sin ceremonias ni tapujos uno de ellos. La tapa se deslizó hacia atrás con un siseo de descompresión. Monker llamó a Mara con la mano. Un gesto inútil, pues ella ya se había visto atraída por el contenido de las cajas. Con el cuerpo en tensión y los ojos abiertos por completo, la presencia de la minera quedó relegada a un segundo plano
Allí estaban.
Oscuros, brillantes, pulidos, cortantes. Cincuenta kilogramos de uno de los bienes de lujo más apreciados y caros de la galaxia. La anciana hundió la mano derecha en los cristales sin manufacturar, extrayendo uno de ellos y alargándoselo a Mara. Sus ojos no habían parpadeado desde que Monker había abierto el arcón. Un artículo que lo mismo realzaba una obra de arte que recubría la punta un proyectil perforante. Sólo los optimates controlaban su distribución y adquisición. Perfecto, perfecto, joder. Míralo, ohTheosjoder. Las aristas, capaces de cortar la aleación más dura de blindaje cerametálico. Las superficies, que absorbían la luz y luego la devolvían transformada en un violáceo y oscuro reflejo de realidad. Toda esa maravilla y apenas pesaba lo que una pluma en su mano. Cincuenta. Putos. Kilogramos. Tía.
—¿Qué te parece, niña? —le preguntó por fin Monker, sonriendo con algo similar a la condescendencia.
Quitas los gastos del viaje, el pago a la vieja, los sobornos y las “tasas” de distribución de Utherson en la estación orbital de Titán... Las preciosidades que estaba contemplando podrían reportarle casi quince mil créditos federales. Dos viajes más y podrás retirarte antes de los treinta, Mara. Prepárate para tostarte la piel en el spa más caro de Aquaria.
—Es… perfecto —contestó Mara, volviendo a la realidad. Devolvió el cristal al arcón con un gesto veloz y se volvió hacia Monker, esforzándose por adoptar un tono frío y serio. Se avecinaba el regateo—. ¿La tarifa habitual?
La anciana se llevó la mano a la oreja.
—¿Te he entendido bien, niña? ¿Acaso no hablas espanglish?
Fiel a su tono, lanzó una carcajada.
—No, niña, no. La de la otra vez con el tipo de interés ajustado que la Compañía usa para artículos de lujo. Más un cuatro por ciento —añadió con una sonrisa—. Tengo los índices de la Bolsa Federal actualizados cada hora —explicó.
No me jodas, puta arpía.
—Con tus términos tendré suerte si logro llenar el depósito de la Cristal Ígneo una vez atraque en Titán— se cruzó de brazos—. ¿Sabes a cuánto sale la microcápsula de antimateria?
—Je, me importan un comino, niña, tus gastos —sentenció la otra con un encogimiento de hombros—. Ya sabes cómo están las cosas.
—Están como tu quieres que estén, vieja—exclamó Mara. Clavó la mirada en Monker—. No te creas que no sé que en esta mierda de roca tienes a todos comprados de una u otra manera. No me toques las pelotas —añadió. Y se llevó la mano instintivamente a su arma.
—Eres insistente, niña. Terca. —terció finalmente Monker con una sonrisa de satisfacción pintada en la cara—. ¿Sabes? Me recuerdas a una chica que conocí cuando todavía no tenía pelos en el coño, allá en Ceres —suspiró con nostalgia.
Sacudió la cabeza.
—Te diré lo que haremos: olvídate de ese cuatro por ciento, niña. Por ser tú lo dejaremos en el uno punto cero cinco, ¿eh?
Terminal uno. Dársena cero cinco. Ahí se encontraba la astronave de Mara. Te tiene controladita, Maratía. Maldito deshecho pestilente, hostiasjoder. Te gusta mear por encima de la gente, ¿eh? Eres tan mierdas como cualquier optimate de la Compañía, sólo que en vez de gastarte el dinero en escorts exóticos y lujazos sin par, te lo gastas en... ¿en qué? ¿Para qué cojones quieres tú el dinero?
—Acepto —gruñó por fin.
—¿Lo quieres en tu nave o te lo llevas puesto? —añadió la minera con una risa cascada. Cerró de una patada el contenedor.
—En la nave.
—Pues antes de cinco horas lo tendrás allí. Una vez, ja, que certifique la transferencia…
—No me jodas, vieja —repitió Mara, tal vez más seca de lo necesario—. Tendrás tu dinero. No dudes de mí.
—Oh, que no dudo, niña —replicó ella, descartando el comentario de la joven con un movimiento de la mano y un cabeceo—. Pero tengo mis normas, y no voy a pasar de ellas ni por ti ni por una docena de bailarines acuáticos de Beta Hydri, de ésos con las mingas hasta aquí —añadió, con un gesto explícito.
Por el rostro de Mara cruzó una mueca de asco. Tienes la papeleta ganadora de la puta rifa de los jodidos negocios redondos, tía. No molestes a la vieja. Y sonríe. Más.
—De acuerdo —dijo la joven contrabandista—. Tus jodidas reglas son las mías.
—Ése es el espíritu, ja, niña —contestó Monker, amagando una palmada en la espalda de Mara, quien, inconscientemente, se encogió.
La anciana acompañó a Mara hasta la salida. No dejó de emitir su desagradable risita. La despidió con un lascivo guiño y cerró la puerta de su vivienda.
4 comentarios
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Sergio Pardo
Autor/a
¡Buenas tardes!
He respondido enviando un MP a su cuenta de twitter.
¡Gracias por su interés!
Rocío Martínez
Estimado Sergio,Estoy interesada en la edición de su libro y me gustaría poder enviarle información. Seguimos muy de cerca Verkami y otros autores han logrado sus objetivos con nuestro apoyo. Si me puede dar su email le envío la información. Gracias
Sergio Pardo
Autor/a
¡Muy buenas tardes, caballero! Pues lo cierto es que no, no tengo prevista una edición en digital para esta campaña. ¡Soy un enamorado del papel, he de reconocerlo!
Pero si esto sale adelante no descarto que en un futuro, como parte de las campañas de las siguientes novelas de La Confederación, se ofrezca eBook de ésta.
Jorge González González
Buenas Tardes:
¿Tienes prevista la versión en ebook como parte de alguna recompensa?
Espero tu respuesta para concretar mi aportación.